Durante el día, el Condado de Ripper parecía un lugar como otro cualquiera. Su extensión geográfica sobre la costa este de Estados Unidos era lo suficientemente amplia como para poder apreciar diferencias climáticas entre el norte y el sur. La suya era una extensión que parecía propia de otros tiempos, y así lo era, porque sus fronteras venían marcadas por las que una vez tuvieron en manos de los españoles, los portugueses y más tarde de los ingleses.
Ese variado pasado había creado algunas tradiciones arraigadas en el condado que no estaban presentes en las regiones limítrofes y que habían conseguido resistir milagrosamente el paso del tiempo, convirtiéndose en su orgullo diferenciador y en una de sus principales fuentes de turismo, además de sus bellas playas, sus retiros rurales en la montaña, su gastronomía y su variado contraste geográfico. La ‘Pequeña Europa’ la llamaban a veces en los artículos de sitios que debes visitar al menos una vez en la vida.
Todo ello hacía del Condado de Ripper un lugar atractivo para vivir y para visitar. Todo excepto que cuando caía la noche, las sombras se cernían con más fuerza con él, pues había algo enterrado a suficiente profundidad bajo el terreno de Moondale, la tercera ciudad más grande del condado, que atraía a seres sobrenaturales de todo tipo y de todo el mundo, una fuente de energía mágica.